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Don Salomón, maestro de vida con canciones | Reflexiones con Manuel Vásquez

Manuel Vásquez | Opinión

¿A qué edad ya se es cursi permanentemente?, me pregunté al escuchar el demo de don Salomón Hernández, que me dejó en la recepción de la radio casi anónimamente, pues el señor, según me comentaron, no quiso ni decir su nombre; sólo dejó el disco con una tarjeta y huyó.

Creo que yo he sido cursi silencioso o de clóset  toda mi vida, más allá del clasismo de la negación típica que todos, hasta los intelectuales, hacen de sus gustos o aficiones musicales más íntimas. El material contenía diez canciones que, por supuesto, no pude escuchar completas, pero que me confirmaron una intuición:

Componer una canción es tan difícil como aprender a tocar un instrumento.

—Ahí te hablan —me informó un ayudante días después de que el señor Salomón me dejara ese disco.

—¿Quién me habla?

—Un señor que no quiere decir su nombre.

El varón tuvo que esperar media hora, tiempo que faltaba para terminar el programa de radio. Salí a encontrarlo en ese lobby antiguo, decorado con viejos sillones de material sintético, una lámpara que atestiguaba el paso del tiempo y algunos otros muebles.

Lo encontré en una silla de madera, sentado con la pierna cruzada. En el otro ángulo del recibidor, sentada frente a un pequeño escritorio, había una mujer policía rechoncha, que ponía cara de chisme.

—Soy Salomón Hernández, el que le dejó el otro día el disco.

—Ah, sí, don Salomón, gracias, ya lo escuché. Mire usted, vamos aquí afuerita para platicar porque aquí hace mucho calor.

—Como usted guste, Manuelito —respondió, dejando ver una sonrisa perfecta de dientes artificiales y pasados de moda.

—¿Cuántos años tiene usted, don Salomón? —Ochenta y dos años.

Cuando ambos estuvimos de pie en la banqueta alta de ese envejecido edificio, le pregunté a qué se dedicaba.

—Manuelito, yo soy compositor desde hace muchos años. He compuesto más de doscientas canciones. Unas son muy buenas y otras regulares.

Por eso puntualicé una vez más:

—¿Pero usted a qué se dedica?

—Le digo que soy compositor. —¿De eso vive? —insistí, aún incrédulo.

—Bueno, yo todos los días canto y voy al club de los abuelos Totolac. Ahí cooperan y me pasan algo. Ahorita estoy escribiendo una canción.Si quiere usted, le canto tantito para que escuche. No me dio tiempo de decirle que no cuando me di cuenta de que ya estaba cantando:

Yo te quiero mucho y tú a mí también porque te quiero.

—Hasta ahí voy —me dijo, mostrando  nuevamente esa sonrisa en la que destacaba una corona de oro que parecía muy antigua. Estaba ubicada en el diente incisivo central. A él sólo le vi la sonrisa y nunca los ojos, pues don Salomón usaba unos lentes estilo Ray-Ban de gota grande, completamente ahumados— , y pues quiero saber cómo vamos a quedar.

¿Cuándo va usted a poner mis canciones en la radio? Porque ahora ya se puede, ¿no? Ya Andrés Manuel, que es presidente, dijo que las cosas iban a cambiar y que los viejos tendríamos las mismas oportunidades y ventajas que los más jóvenes.

Está por demás decirles cómo sus palabras me dejaron completamente paralizado. ¿Qué podría yo responderle que no fuera la misma indecente respuesta que se les da a quienes creen en sus ilusiones y las persiguen? A quienes, como don Salomón, han construido un mundo paralelo —para muchos desvencijado o decadente, pero finalmente un mundo— donde sólo ellos  habitan.

—No me dé largas, Manuelito, ya sé que usted está muy ocupado, pero le cuento una cosa nada más para que sepa usted: mi esposa murió hace dos años, se me puso muy mala ya en los últimos días, y ¿sabe qué? Dejé de dormir durante seis meses; era puro llorar, no comía, nada más me dormitaba. Me quisieron dar unas pastillas, pero me sentía peor, andaba como borracho, y a veces ni así lograba conciliar el sueño… hasta que un día dije “ya estuvo, aquí le paro con el dolor”. Me levanté en la madrugada y me bebí más o menos unos seis vasos de agua; mientras tanto, lloraba y me daban ganas de orinar.

Cuando entré al baño, dije en voz alta: “Tengo que vivir”. Me regresé a la cama y me quedé dormido, y hasta la fecha sigo con esa rutina. Volví a sentir la vida, me paro temprano, corro quince minutos, hago flexiones de rodillas y desyerbo la milpita que tengo en el terreno

junto a mi casa. Así vivo, a eso me dedico, a vivir, Manuelito. Busco cada día sacarle jugo a mi vida, le entro al danzón, canto mis canciones, le digo que soy  compositor, tengo mis dos pistolas, una calibre 45 y otra 38, por si algún tarugo se quiere meter a robarme. Ahorita ando ya de novio con una señora de muy buen cachete que se llama Estela. ¿Cuántos años cree usted  que tiene…? Cincuenta y siete, apenas, ¿cómo la ve?

Tras escuchar su música, que me pareció bastante fea, no me atreví a decirle nada, sólo le respondí que fuera a las once el siguiente sábado a visitarme a la radio:

—Porque tiene usted razón: la radio es para todos, y ya ese día que venga usted, nos canta aunque sea solito, así como la que me tarareó hace rato.

—Bueno, entonces así vamos a quedar. Gracias por atenderme, ya luego a ver qué día va usted a mi casa para que nos echemos un taquito. Ahí en mi pueblo hacen un pan delicioso y le quiero regalar para que lo pruebe.

Don Salomón se fue lentamente, y mientras se alejaba, yo memorizaba esa entrañable y única canción que pude recordar:

Yo te quiero mucho

Y tú a mí también.