Los Dichos Que Ya No Deben Ser Dichos Cap. 6
Por Josué de la Fraga
¡Qué tal, apreciados lectores! Soy Josué de la Fraga, y como cada semana, les doy la bienvenida a este espacio en el blog de RadioMás para analizar esas frases que, de tanto repetirlas, se quedan pegadas en nuestra cultura, a veces sin que nos demos cuenta de su verdadero y profundo significado.
La semana pasada abordamos una de las expresiones más duras y con mayor carga histórica de nuestro vocabulario: «Trabajar como negro para vivir como blanco». Esa conversación nos llevó a reflexionar sobre el racismo explícito que, lamentablemente, aún se esconde en nuestro lenguaje cotidiano. Hoy, vamos a explorar la otra cara de la moneda de los estereotipos de género. Si en nuestro primer episodio hablamos de cómo se ha intentado silenciar a las mujeres con un «calladita te ves más bonita», hoy veremos la jaula emocional que se le ha impuesto históricamente a los hombres con una frase igual de lapidaria y restrictiva.
La frase, que más que un dicho es un mandato cultural que hoy vamos a desarmar, es:
«Los hombres no lloran».
Tres palabras. Un mandato que ha definido y limitado la masculinidad para incontables generaciones. Una regla no escrita que se enseña en patios de escuela, en sobremesas familiares y en vestidores deportivos. Pero, ¿de dónde viene esta idea y por qué es tan profundamente perjudicial?
La armadura de la masculinidad tradicional
Esta frase es una compleja construcción cultural que se fue solidificando en sistemas patriarcales a lo largo de los siglos. La idea central era forjar un ideal de masculinidad que fuera funcional a las necesidades de esas sociedades: el hombre como proveedor, protector y guerrero.
En este modelo, cualquier muestra de vulnerabilidad, como el llanto, era inmediatamente asociada con la debilidad, con lo «femenino» (término que se usaba de forma peyorativa) y, por lo tanto, era vista como un fracaso en el cumplimiento del rol masculino. Se esperaba que los hombres fueran estoicos, pilares de una fuerza inquebrantable que reprimían activamente sus emociones para poder liderar, combatir y proveer sin flaquear. El llanto era considerado una grieta en esa armadura, una emoción «inaceptable» que debía ser sofocada desde la más tierna infancia para poder «hacerse hombre».
El alto costo de la represión emocional
Ahora, en pleno 2025, en un mundo que cada vez entiende más sobre la importancia de la salud mental y la inteligencia emocional, ¿por qué este mandato es tan dañino y obsoleto?
Es una causa directa de problemas de salud mental. Al enseñar a los niños y hombres que no deben llorar, les estamos enseñando a reprimir emociones naturales y necesarias como la tristeza, el dolor, la frustración o el miedo. Las emociones no desaparecen al ser ignoradas; se enquistan, se pudren por dentro. Esta represión emocional está directamente vinculada con mayores índices de depresión, trastornos de ansiedad, abuso de sustancias y, trágicamente, con tasas de suicidio considerablemente más altas en hombres, quienes a menudo no se sienten capaces de pedir ayuda por miedo a parecer «débiles».
Destruye la intimidad y las relaciones humanas. Una conexión humana profunda y genuina se basa en la capacidad de ser vulnerable con el otro. Un hombre que ha aprendido que no debe mostrar sus emociones tendrá enormes dificultades para construir intimidad real con su pareja, para conectar a un nivel profundo con sus hijos, para mantener amistades sinceras. Se crea una distancia emocional que empobrece sus relaciones y, en última instancia, lo aísla.
Llorar es una respuesta fisiológica y psicológica natural ante un amplio espectro de sentimientos, desde la pena hasta la alegría desbordante. Negarle esta experiencia a la mitad de la población es, literalmente, mutilar su capacidad de ser plenamente humanos. Es una idea tan absurda como si dijéramos «los hombres no deben reír» ¡Esto limita la experiencia humana completa!
Cuando las emociones consideradas «blandas» como la tristeza o el miedo no tienen una vía de escape saludable, a menudo se transforman y se canalizan a través de la única emoción que, culturalmente, a veces se le permite al hombre expresar sin juicio: la ira. Mucha de la agresividad y la violencia masculina tiene su raíz en una tristeza, un dolor o una frustración no procesados. Es un fomento a la violencia.
Es crucial entender que desmantelar este dicho no es un ataque a la masculinidad. Todo lo contrario: es una liberación para ella. Se trata de permitir que los hombres sean seres humanos completos, complejos, emocionalmente sanos y, por ende, más fuertes. La verdadera fortaleza no reside en no sentir, sino en tener el valor de sentir, de expresar y de gestionar las propias emociones de una manera constructiva.
La alternativa no es una frase, sino un cambio profundo de mentalidad. Es reemplazar el «los hombres no lloran» por un poderoso «sentir es de valientes». Es enseñar a nuestros niños y recordarnos a nosotros mismos que todas las emociones son válidas y que llorar es una respuesta tan natural y necesaria como respirar. Es, en definitiva, crear espacios seguros en nuestras familias y círculos de amigos donde los hombres puedan ser vulnerables sin ser juzgados.
¿Cómo podemos, en nuestro entorno, empezar a cambiar este mandato? La conversación, como siempre, está abierta.
Esta columna se basa en la sección semanal del mismo nombre, emitida los miércoles en el programa Más Por La Mañana. Te invitamos a escuchar la versión en audio, ya disponible en las principales plataformas de podcasting de RadioMás.
Soy Josué de la Fraga, y los espero la próxima semana para seguir reflexionando sobre el poder que tienen nuestras palabras para construir o destruir realidades.
Josué de la Fraga Chávez
Locutor y productor en Radio Televisión de Veracruz, docente universitario y apasionado por el lenguaje. Entre micrófonos y aulas, vive rodeado de su «manada»: Daniela, los gatos Momo y Kimi, y el perro Canelo. En esta columna, «Los Dichos Que Ya No Deben Ser Dichos, une su oído crítico y su amor por las palabras para revisitar el habla popular con humor y humanidad.