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Los Dichos Que Ya No Deben Ser Dichos Cap. 4

Por Josué de la Fraga

¡Saludos cordiales, apreciados lectores del blog de Radio Televisión de Veracruz! Les doy la bienvenida una vez más a este espacio semanal de introspección: «Los Dichos que Ya No Deben Ser Dichos». Soy Josué de la Fraga. La semana pasada tuvimos una discusión sumamente interesante sobre esa máxima tan debatida, «El fin justifica los medios», y cómo su aplicación puede, sigilosamente, erosionar los cimientos éticos de nuestra sociedad. Agradezco enormemente su participación y los valiosos puntos de vista que nos compartieron, enriqueciendo el diálogo.

Para nuestra edición de esta segunda semana de junio de 2025, vamos a poner bajo nuestra lupa cultural un refrán muy popular, de esos que se deslizan fácilmente en la conversación cotidiana, a menudo con una pizca de humor o una velada resignación. Es una frase que, aunque a primera vista parezca una simple observación sobre la naturaleza humana y las apariencias, puede albergar un trasfondo bastante clasista y, francamente, desalentador.

El «Dicho que ya no debería ser dicho» que analizaremos hoy es: «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda».

Adelante, piensa la frase un momento… «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Una expresión vívida, ¿no crees? Casi podemos visualizar la escena que describe. Este refrán es antiguo y, con diversas variaciones, se encuentra presente en múltiples culturas, especialmente en el mundo hispanohablante.

Este dicho parece estar íntimamente ligado a antiguas fábulas, como aquellas atribuidas al legendario Esopo, donde los animales son utilizados para representar comportamientos, virtudes y vicios humanos. En estas narraciones, frecuentemente se buscaba transmitir una moraleja sobre la supuesta imposibilidad de cambiar la «naturaleza esencial» de alguien o algo, simplemente alterando su apariencia externa. Existen, por ejemplo, fábulas en las que un animal intenta, infructuosamente, hacerse pasar por otro de mayor estatus, belleza o fortaleza, siendo finalmente descubierto y, a menudo, ridiculizado.

En sociedades históricamente muy estratificadas, donde el nacimiento y el linaje determinaban en gran medida –y de forma casi inmutable– el lugar de una persona en el mundo, este tipo de refranes cumplían una función social: reforzar esas estructuras jerárquicas. Sugerían que, por más que alguien de origen humilde intentara mejorar su aspecto, adquirir nuevas costumbres o adoptar los modales de una clase social considerada superior, su «esencia» (determinada por su origen) permanecería inalterable. Peor aún, cualquier intento por ocultarla o trascenderla podría ser motivo de burla o desdén. Era, en cierto modo, una forma de recordar a cada quien que debía permanecer «en su lugar».

Pero, en nuestra sociedad actual, que aspira a la igualdad de oportunidades, a la valoración del mérito individual y al fomento del desarrollo personal, ¿por qué esta frase resulta tan problemática y anacrónica?

En su núcleo, esta frase destila un tufillo a desprecio o, en el mejor de los casos, condescendencia hacia aquellos que, según el juicio de quien la enuncia, intentan aparentar algo que «no son» o aspirar a un estatus que, supuestamente, «no les corresponde» por su origen. Refuerza la nociva idea de que existen clases o «esencias» intrínsecamente superiores e inferiores. Este dicho es profundamente pesimista sobre la capacidad humana de transformación y crecimiento. Implica que las personas están condenadas por su origen o por características pasadas, y que cualquier esfuerzo por mejorar, aprender, refinar sus modales, adquirir cultura o cambiar su estilo de vida es inútil y meramente superficial, una simple fachada. Esto contradice frontalmente la idea de desarrollo personal, la educación como herramienta de movilidad social y el potencial de crecimiento inherente al ser humano. Se centra en la idea de que existe una «verdadera naturaleza» que la apariencia externa no puede ocultar. Pero, ¿quién define esa supuesta «naturaleza» y con qué criterios? A menudo, esta definición se basa en prejuicios y estereotipos sociales y culturales. Curiosamente, valora más una supuesta «autenticidad» (muchas veces ligada a la conformidad con el propio origen, por humilde que sea) que el esfuerzo genuino por evolucionar y mejorar. Para alguien que está esforzándose sinceramente por mejorar su situación económica, educarse, adquirir nuevas habilidades, o simplemente cambiar aspectos de su vida con los que no se siente conforme, escuchar este dicho puede ser profundamente desalentador y hasta hiriente. Es un mensaje que invalida el esfuerzo, la dedicación y la legítima aspiración a una vida mejor. Sugiere que la «seda» (entendida como la mejora, el refinamiento, el progreso, la cultura) es solo una fachada que no puede cambiar a la «mona» (la supuesta esencia rústica, inculta o inferior). Esto es una falacia. Las personas aprenden, se adaptan, se cultivan y cambian significativamente a lo largo de su vida gracias a sus experiencias, su educación y su voluntad. Como sociedad que declara valorar la educación y la cultura como motores de cambio, desarrollo y superación personal y colectiva, este tipo de refranes chocan frontalmente con nuestros ideales más preciados. Queremos creer y fomentar activamente que las personas pueden trascender sus circunstancias de origen, que el esfuerzo individual y colectivo cuenta, y que la «seda» del conocimiento, la cultura, la ética y el desarrollo personal sí pueden transformar profundamente a un individuo y, por extensión, a la sociedad.

Como ya es costumbre en esta columna, proponemos algunas frases que podrían ser una alternativa de uso. En lugar de esta visión limitante y clasista, podríamos abrazar ideas más constructivas y respetuosas como: «No juzgues un libro por su portada», reconociendo que las apariencias pueden ser engañosas en múltiples sentidos; o incluso una relectura de «El hábito no hace al monje, pero lo distingue», entendiendo que, si bien la esencia es fundamental, la forma en que nos presentamos y comportamos también comunica y tiene un impacto. Lo más importante es valorar a las personas por sus acciones, su carácter, sus logros y su calidad humana, independientemente de dónde vengan o cómo luzcan en un momento determinado. La verdadera «seda» que nos ennoblece es el respeto, la empatía, la educación y la capacidad de reconocer el valor intrínseco en cada ser humano.

¿Qué opinan ustedes, estimados lectores? ¿Han usado o escuchado este refrán recientemente? ¿Cuál creen que es el impacto real de estas palabras en nuestro día a día y en la construcción de una sociedad más justa? Nos encantaría conocer su perspectiva en nuestras redes sociales.

Soy Josué de la Fraga. Esto ha sido «Los Dichos que Ya No Deben Ser Dichos». Les espero la próxima semana para seguir desenredando juntos los hilos de nuestro lenguaje popular y su influencia en nuestra manera de ver el mundo. ¡Hasta muy pronto!

Josué de la Fraga Chávez
Locutor y productor en Radio Televisión de Veracruz, docente universitario y apasionado por el lenguaje. Entre micrófonos y aulas, vive rodeado de su «manada»: Daniela, los gatos Momo y Kimi, y el perro Canelo. En esta columna, «Los Dichos Que Ya No Deben Ser Dichos, une su oído crítico y su amor por las palabras para revisitar el habla popular con humor y humanidad.