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Mujeres | Reflexiones con Manuel Vásquez

“Te dan miedo las mujeres”, afirmó el psiquiatra, con la mirada fija en el piso del consultorio. El hombre en penumbras, apestoso a loción barata, que pretendía esconder el tufo a mariguana que su ropa expelía de  manera evidente, escuchaba.

—¿Por qué le hablas a la misma mujer cada día en la noche, si sabes que esa relación está pasmada? — continuó el psiquiatra.

Muy pocas veces hablaba el doctor. El noventa por  ciento era yo, pero esa vez fue lapidario:

— ¿Sientes temor porque las mujeres están  bonitas, porque son más inteligentes, o simplemente porque representan algo que tú conoces muy bien  – ¿ el abandono? Pero te digo algo: no todas las mujeres van a   ser tus novias, no podrás acostarte con ellas y no todas  las mujeres son tus mamás. Hay muy pocas mujeres a   quienes en verdad les importas. La buena noticia es que  entre más mujeres conozcas, más rápido se te quitará esa  sensación de querer y no poder acercarte a ellas sin que te dé pena, miedo o pánico.

La silueta del psiquiatra a contra luz en su sillón, en aquel recinto apestoso a loción after shave, fue lo último que vi. Preferí voltearme.

—Habla con todas, acércate a las más bonitas,  donde estés haz contacto sin que pongas en riesgo tu  seguridad, pregúntales sobre una dirección, diles que eres de otra ciudad, puedes decir que eres músico, que  eres productor de discos, que te gusta la poesía; una vez que te respondan, no avances en nada. Recuerda: ninguna  de esas mujeres es para ti, nadie puede tener a una mujer; tener es algo que debes alejar de tu mente y de tu vida.

Bueno, nos vemos en la siguiente cita. Se te acabó el  tiempo. Sobra decir que cada paso desde la salida de su  consultorio me dolía, me pesaba; media cuadra puede ser dolorosísima. El maldito me dijo todo al final para que no  pudiera responder nada. La relación de un psiquiatra con  su paciente contiene todo el tormento de una vida… o de  dos, y se va desenhebrando como una tela urdida con hilos de sangre, lágrimas y dolor…casi siempre dolor.

En la noche de ese mismo día pensé:

—No pierdo nada. Puedo practicar, nada me cuesta,  aunque en realidad no le dije que a mí no me daban miedo  las mujeres; en realidad me daba miedo yo; yo, que nunca  podía contenerme ante la provocación sustantiva de  obtener algo de ellas. Aceptación, admiración, amor,  dinero, compañía.

Salí a la calle decidido: sueños, pendientes,  sobrantes, saldos, ese quejido lastimoso del caminar cuando andas buscando y no sabes qué es lo que andas buscando. El caminar se vuelve un oficio junto con el de  observar, pero ese día la tarea era acercarme a una mujer  desconocida, solamente para hablarle y ya no llevar el recuerdo difuso de alguien del pasado; ese sentimiento que se hace viejo cuando ya no se puede creer en el amor; ese de pantalla chica, el que se siente en la fábrica  de mariposas, en el estómago o en el corazón…

Muchas ventajas tiene vivir en el centro. Escogí  un sitio para acechar, como ave rapaz o depredador, a mi  presunta presa. Aunque las tripas se me hacían revoltijo,  lo tenía que hacer, pero debía escoger a alguien especial.  El tiempo transcurría, yo vestido de hombre normal, ni de gala ni de viaje, ni de tenis, veía el rostro de los citadinos, algunos conocidos, otros absortos. Los años de entrenamiento en observar dan ventajas: uno puede  saber, simplemente por cómo se ven los rostros, lo que  cada quién va sintiendo:

Yo era parte de la calle, digamos que lo más parecido a un poste o a un mostrenco cualquiera. Así pasó el tiempo, hasta que de pronto vi de  cerca a una chica de unos 25 años, alta, morena, de hermosa cabellera, de tipo mestizo y con rasgos altivos  y finos, un jeans azul y una bolsa al hombro bastante grande, una coleta, una diadema ayudaba a que el cabello  no cayera del todo en su rostro.

Sin pensarlo dos veces, la abordé y le dije:

—Perdone, señorita, ¿sabe usted dónde queda la  Biblioteca de la Ciudad? Me dijeron que quedaba por aquí cerca.

—Uy, no —me respondió—, no soy de aquí, ando  igual de perdida que usted.

No supe qué más decir. Sólo alcancé a balbucear

“disculpa, gracias”.

La tarea estaba hecha. El doctor podría tener su  reporte. Las palabras de la chica me retumbaron en el  cerebro: “Ando igual de perdida que usted”. Eso me hizo  pensar que yo he andado perdido, no sé por cuánto  tiempo. El discurso de mi propio análisis podría justificar  todo. No, no tenía miedo a las personas, tenía miedo a las  respuestas, hacerme el simpático era posible, mentir  para sacarle su nombre, preguntarle a dónde iba y de  dónde era… facilísimo, pero el shock me lo produjo la  misma circunstancia: estar perdido, enmarañado con las  rutinas del olvido, cerrando un ciclo que debería haber  cerrado hace una década: las cadenas consecutivas de  negaciones, el tiempo inexorable que impide ver a lo  lejos, que no se detiene y que te pone una niebla ante los ojos. “Estoy igual de perdida que usted” fue la verdad más  absoluta que había escuchado hasta entonces.

 Uno se  queda quieto ante la posibilidad de no sentirse agobiado  por una pregunta. Huimos del estrés y de un arreglo difícil, calificamos y juzgamos sin piedad a los otros o a las otras; nuestra contraparte codependiente es tan sutil, que ponemos por delante lo que sea con tal de poder vivir en paz, aunque esa paz nos vuelva solitarios irremediables, maniáticos sin consecuencias, pensadores  furtivos, poetas trashumantes con una praxis intelectual  bastante humanista, que paradójicamente rechaza lo  verdaderamente humano, sobre todo si eso es estar con alguien, o pertenecer a colectivos.

Encuerarse en público no es fácil, pero sé que  muchos de los que están leyendo entienden muy bien el sentido de este suceso que ocurrió un día en una baqueta del centro de esta ciudad. “Estoy igual de perdida que usted”: aún resuena en  mis oídos la frase. Los pasos para llegar a mi casa se contaban igual de certeros que las mentadas de madre  silenciosas que le profería a mi psiquiatra: ¡estúpido  arrogante!, y yo otro tanto, haciendo lo que me indicaba.

Dejé de ser sujeto de análisis y me volví sujeto de  autoanálisis; total: me ahorra otra verdad encerrada en  una de sus frases célebres: “El psicoanálisis es cuatro  cosas a la vez: tú sabes si sigues o te vas; es doloroso,  vergonzoso, caro, y largo en el tiempo”.

Decidí quedarme con mis patologías del ayer, ahora  remasterizadas y mutantes. Me aconsejan no andar abriendo puertas ni  preguntando babosadas a desconocidas. Aprendí que  estar perdido se vale: es parte de la vida, y aprendí también que puedes aceptarlo, y que ese es el primer  por cierto que varias semanas después el  psiquiatra me llamó y me preguntó que si ya no iba a regresar a sus citas, a lo que yo le respondí: —No, en realidad sigo haciendo la tarea que me dejaste, pero lentamente.